_
_
_
_
_
EL OBSERVADOR GLOBAL
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

No es Grecia, es Rusia

Las decisiones en Atenas no afectarán a Europa tanto como las que se tomen en Moscú

Las decisiones que se tomen en Atenas van a afectar a Europa. Pero no tanto como las que se tomarán en Moscú. El Gobierno de Vladímir Putin tiene los recursos, las armas y los incentivos para desestabilizar a Europa —y más allá—. Las malas relaciones entre Europa y Rusia aún no han llegado al nivel de crisis que existe con Grecia, pero de continuar las tendencias actuales los conflictos con Rusia harán palidecer a la actual crisis helena. Entre otras cosas porque las fricciones con Grecia son esencialmente económicas, mientras que los problemas con Rusia emanan de profundas diferencias con respecto al significado y el valor de la democracia. Para Europa y EE UU, la democracia es un valor existencial. Para los actuales líderes rusos, es una irritación que se puede burlar. Para el Kremlin es fácil y natural aparentar ser democrático sin serlo. Y, además, ser un Gobierno verdaderamente democrático cuando la economía está en crisis y el país declina es complicado.

Según Strobe Talbott, un respetado experto, “Putin ha dañado la economía de Rusia, disminuyó su influencia internacional, contuvo su modernización, transformó vecinos en enemigos y revitalizó a la OTAN”. Serguéi Ivanov no está de acuerdo. Para este exagente de la KGB, ahora jefe de gabinete de Putin, “Estados Unidos y sus aliados son una amenaza para Rusia. Con la excusa de promover la democracia lo que realmente buscan es derrocar a regímenes que no pueden controlar”.

Eso implica que Putin, por defender a su país, se ha visto obligado a apoyar a rebeldes prorrusos en países como Ucrania o Georgia, donde agentes de potencias extranjeras estaban interviniendo disfrazados de activistas democráticos. Sus críticos argumentan que estos “rebeldes prorrusos” no son más que efectivos del Ejército ruso que, despojados de las insignias que los identifican como tales, son infiltrados por el Kremlin en los lugares donde la inestabilidad favorece sus expansionistas aventuras bélicas. Obviamente, el mundo sería mucho más estable si en vez de estos crecientes conflictos en las relaciones del gigante ruso con Europa y EE UU hubiese una distensión y la búsqueda de mayor armonía. Lamentablemente, la probabilidad de que esto suceda es muy baja.

Las razones para que las fricciones continúen son muchas, pero la principal tiene que ver con la brecha en la percepción que existe entre Rusia y las democracias occidentales de las razones por las que han proliferado las protestas callejeras antigubernamentales. Putin y la élite política de su país están convencidos de que estas protestas son artificiales y parten de un endiablado y secreto plan de EE UU y sus aliados europeos. Las revoluciones de colores que a comienzos de este siglo depusieron o desestabilizaron a múltiples Gobiernos, de Ucrania a Georgia, o las de la primavera árabe, son vistas por el Kremlin como ejemplos de un nuevo tipo de amenaza que se cierne sobre Rusia: la nueva forma que tienen sus adversarios para atacarlos. Según Serguéi Lavrov, el ministro de Exteriores, “es difícil resistir la impresión de que el objetivo de las varias revoluciones de colores y otros esfuerzos para derrocar Gobiernos incómodos es provocar caos e inestabilidad”. En la Asamblea General de Naciones Unidas, Lavrov propuso que se declarara inaceptable la interferencia en los asuntos domésticos de Estados soberanos y que ningún país debía reconocer cambios de Gobiernos producidos por un golpe de Estado.

Iván Krastev, un agudo observador, notó que el temor del Kremlin a las protestas de su propia gente ha hecho que “Moscú, que una vez fue el combativo centro de la revolución comunista mundial, ahora se haya transformado en el más feroz defensor de los Gobiernos cuyos ciudadanos protestan en las calles”. Según Krastev, lo que Rusia exige de las democracias occidentales es algo que ningún Gobierno democrático puede prometer: que la Rusia de Putin no va a ser sacudida por las masivas protestas de una población que rechaza el modelo político y económico impuesto. Y que, de darse estas protestas, los Gobiernos occidentales y los medios de comunicación las van a condenar, apoyando así a quienes mandan en el Kremlin. La premisa de esta exigencia es que estas protestas jamás podrían ocurrir de manera espontánea, sin la intervención de potencias extranjeras y sin que tengan líderes claramente definidos.

De Hong Kong a Brasil, y de Túnez a México, hay abrumadoras evidencias de que ahí el Kremlin se equivoca. Las protestas suelen ser espontáneas, no tienen una organización jerárquica y no responden a una coordinación central. Muchas veces ni siquiera tienen líderes permanentes. En lo que Putin y su grupo no se equivocan es en temer que algún día millones de rusos hartos de ellos salgan a la calle a exigir un futuro distinto.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Estoy en Twitter @moisesnaim

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_